viernes, 20 de junio de 2008

LA NUEVA DERECHA CONSTRUIDA POR LOS MEDIOS


La nueva derecha

¿Cómo se puede reclamar la nacionalización del petróleo cuando la lucha que se despliega es contra una medida progresiva de índole impositiva? ¿Cómo se puede llamar a la lucha contra la pobreza con aliados que expresan las capas más tradicionales de las clases dominantes? Algo ha sucedido en los vínculos entre las palabras y los hechos: un disloque. Los símbolos han quedado librados a nuevas capturas, a articulaciones contradictorias, a emergencias inadecuadas. Ningún actor político puede declararse eximido de haber contribuido a esa separación. Las situaciones críticas obligan a preguntarse qué palabras les corresponden a los nuevos hechos. Entre las batallas pendientes en la cultura y la política argentina, está la de nombrar lo que ocurre con actos fundados en una lengua crítica y sustentable. Sin embargo, hoy las palabras heredadas suelen pronunciarse como un acto de confiscación. Cualquier cosa que ahora se diga vacila en aportar pruebas de su enraizamiento en expectativas sociales reales. Parece haber triunfado la “operación” sobre la obra, el parloteo sobre el lenguaje.

“Clima destituyente” hemos dicho para nombrar los embates generalizados contra formas legítimas de la política gubernamental y contra las investiduras de todo tipo. Una mezcla de irresponsabilidad y de milenarismo de ocasión sustituyó la confianza colectiva. “Nueva derecha” decimos ahora. Lo decimos para nombrar una serie de posiciones que se caracterizan por pensarse contra la política y contra sus derechos de ser otra cosa que gestión y administración de los poderes existentes. Una derecha que reclama eficiencia y no ideología, que alega más gestión que valores –y puede coquetear con todo valor–, que invoca la defensa de las jerarquías existentes, aunque se inviste miméticamente de formas y procedimientos asamblearios y voces sacadas de las napas prestigiosas de las militancias de ciclos anteriores. Esa derecha impugna la política como gasto superfluo y como enmascaramiento, pero es cierto que la impugna con más dureza cuando la política pretende intervenir sobre la trama social. Tiene distintas inflexiones: desde la ilusoria eficiencia empresarial del macrismo hasta el intercambio directo de dones y rentas imaginado en Gualeguaychú, sin Estado, ni partidos, sólo con golpes de transparencia contra lo que llaman obstáculos.

Transparencia social imposible, como no sea bajo un régimen coercitivo, que expresa su desprecio hacia la política como capacidad transformadora, como intervención activa sobre la vida en común. De ese vaciamiento son responsables, también, los profesionales de la política que priorizaron sus propios intereses mientras sostenían un discurso de lo público. Demasiado tiempo vino degradándose el lenguaje político como para que no surgieran mesianismos vicarios y vaticinios salvadores que en vez de redimir el conocimiento político son el complemento milenarista del espontaneísmo soez. La nueva derecha viene a decir que eso no está mal y que se debe llevar a sus últimas consecuencias, disolviendo la instancia misma de la política. Es fundamentalmente destituyente: vacía a los acontecimientos de sentido, a los hechos de su historicidad, a la vida de sus memorias. Por eso atraviesa fronteras para buscar terminologías en sus antípodas. Es una nueva derecha porque, a diferencia de las antiguas derechas, no es literal con su propio legado sino que puede recubrirse, mimética, con las consignas de la movilización social.

La nueva derecha puede agitar florilegios de izquierdas recreadas a último momento como préstamo de urgencia o anunciar compromisos caros a las luchas sociales de la historia nacional, sea Grito de Alcorta, sea la gesta de Paso de los Libres en 1933, sean las asambleas de 2001. Es una nueva derecha veteada de retazos perdidos, pero no olvidados, de antiguas lenguas movilizadoras. Condena el vínculo vivo de las personas y las sociedades con el pasado, llamando a un ilusorio puro presente que podría desprenderse de esas capas anteriores. Lo hace, incluso, cuando trae símbolos de ese pasado, sujetándolos a relaciones que los niegan o vacían. Cita al pasado como una efemérides al paso. Será jauretcheana si cuadra, aplaudirá a Madres de Plaza de Mayo si lo ve oportuno, dirá que adhiere a Evo Morales si se la apura, y no le faltará impulso para aludir a los mayos y los octubres de la historia. Mimetismo bendecido, tolerado: es la nueva derecha que ensaya el lenguaje total de la movilización con palabras prestadas. Procede por expurgación y despojo, restándole a la realidad algunas de las capas que la constituyen y presentando en una supuesta lisura la vida en común. En ella no hay espesor, diferencias, desigualdades, violencias ni explotación; ella habla del “campo”, trazándonos un dibujo bucólico de pioneros esforzados de la misma manera que considera la pobreza y el hambre como desgracias naturales o como penurias redescubiertas para sostener una mala conciencia de escuderos novedosos de los poderes agrarios tradicionales.

En la nueva derecha reina lo abstracto, pero con la lengua presunta de lo concreto: precisamente la que hablan los medios de comunicación. A la trama moral de las acciones la tornan escándalo moral, denuncismo de sabuesos que dejan saber que las sospechas generalizadas sobre la vida política son instrumentos que pueden sustituir un pensar real. En ella se trata de reivindicar la honestidad de los ciudadanos-consumidores, su espontaneidad expresiva ante las manipulaciones de la vieja política; transparentar es su grito, mostrar un supuesto lenguaje sin espesura es su lema. Sin obstáculos, sin pliegues. Sus lenguajes apuntan a vaciar de contenido historias y memorias de la misma manera que buscan desmontar cualquier relación entre universo reflexivo-crítico y política transformadora. Devastación del mundo de la palabra en nombre de la brutalización massmediática; simplificación de la escena cultural de acuerdo con la continua mutilación de la densidad de los conflictos sociales y políticos.

La nueva derecha es ahora un conjunto de procedimientos y de prácticas que se difunden peligrosamente en las más diversas alternativas políticas. La aceptación de que la escena la construyen los medios de comunicación lleva a un tipo de intervención pública tan respetuosa de ese poder como sumisa respecto de las palabras hegemónicas. Hace tiempo que los estilos comunicacionales habituales recurren al intercambio de denuncias como una cifra moral, que parece menos un proyecto compartible de refundar la política en la autoconciencia pública emancipada que en la circulación de un nuevo “dinero” basado en un control de la política por la vía de un moralismo del ciudadano atrincherado, temeroso, ausente de los grandes panoramas históricos. Moralismo de estrechez domiciliaria, pertrechada, víctima de miedos construidos y de oscuros deseos de resarcimiento. Es un viaje que parece no tener retorno hacia la espectacularización de una conciencia difusa de represalia. Es un recelo que va quedando despojado de contenidos, como no sean los parapetos medrosos de un pensamiento consignatario. Todo lo que implica la misma incapacidad para descubrir que lo que llaman “opinión pública”, que en ciertos momentos de la historia es un acatamiento a lo que habla por ella más de lo que ella balbucea de sí misma.

La nueva derecha se inviste con el ropaje de la racionalidad ciudadana, adopta los giros de lenguaje y los deseos más significativos de una opinión colectiva sin la libertad última para ver que encarna los miedos de una época despótica y violenta. Un intenso intercambio simbólico viene a sellar así la alianza entre la nueva derecha, los medios de comunicación hegemónicos y el “sentido común” más ramplón que atraviesa a vastos estratos de las capas medias urbanas y rurales del que tampoco es ajeno un mundo popular permanentemente hostigado por esas discursividades dominantes.

Lo que sucede en Bolivia, quizás el escenario más complejo de la región, debe alertarnos. No porque sean equivalentes los fenómenos sociales y políticos sino porque el tipo de confrontación que las derechas bolivianas despliegan advierten sobre cuánto se puede decidir no respetar la voluntad popular, aun apelando a frenesís plebiscitarios. En la Argentina no estamos ante un escenario de esa índole, pero sí asistiendo a la emergencia de nuevos fenómenos políticos reactivos y conservadores, que atraviesan partidos políticos populares y organizaciones sociales. Todo trastabilla ante la cuerda subterránea que tienden las nuevas derechas. La señora cansada del conflicto, el locutor de la noche harto de la refriega, el pequeño rentista fastidiado de las listas electorales que había votado. Las nuevas derechas ejercen su señorío como una forma de desencanto, llamando al desapego generalizado. El ser social, por fin saturado de las dificultades de una época, llama bajo su forma reactiva a no pensar la dificultad sino a refugiarse en la desafección política, en el módico mesianismo al borde de las rutas. Proclaman que actúan por dignidad cuando son economicistas, y son economicistas cuando demuestran que ésa es la nueva forma de la dignidad.

Atraviesan así toda la materia sensible de este momento de la historia nacional. Su frase predilecta, “no me metan la mano en el bolsillo”, hace de los actos legítimos de regulación de las rentas extraordinarias de la tierra una ignominiosa expropiación. Trata un bien nacional, como la productividad del suelo, como cosa meramente privada. Otras frases reiteran: “Está loca”, e incluso se ha escuchado en la televisión de la noche de los domingos: “Es satánico”. Se interpreta la intervención del Estado en el mercado en la clave de una psiquiatría obtusa de revista de peluquería, de chistoso de calesita o de pitonisa de boudoir. Menos se dice “hay que matarlos”, pero aparece en los añadidos que publican algunos periódicos cuando termina la redacción de sus propios artículos y comienza la carnicería opinativa en un anonimato electrónico sediento de desquite. ¿Ante quién?, ¿para qué? No le importan las respuestas a una nueva derecha que recobra el linaje de las más impiadosas que tuvo el país. Ha soltado la lengua, pero aprendió a decir primero “armonía” y “diálogo”, mientras no ocultan la sonrisa sobradora cuando escuchan que se les dice: “¡Y pegue, y pegue!”.

Se considera una redención el uso del lenguaje más incivil del que se tenga memoria en las luchas sociales argentinas. Con impunidad lo han tomado, con rápido gesto de arrebatadores, del desván de los recuerdos y de las historias de gestas desplegadas en nombre de un ideal más igualitario. En un sorprendente movimiento de apropiación para travestirla en su beneficio, han movilizado la memoria de los oprimidos en función de sostener el privilegio de unos pocos, vaciando, hacia atrás, todo sentido genuino, buscando inutilizar una tradición indispensable a la hora de restablecer el vínculo entre las generaciones pasadas y los nuevos ideales emancipatorios.

Es una operación a partir de la cual se definen las lógicas emergentes de esa nueva derecha que no duda en reclamar para sí lo mejor de la tradición republicana y democrática; es una nueva derecha que no se nombra a sí misma como tal, que elude con astucia las definiciones al mismo tiempo que ritualiza en un mea culpa de pacotilla sus responsabilidades pasadas y presentes con lo peor de la política nacional, bendecida por frases evangélicas que llaman oscuramente a la vindicta de los poderosos que aprendieron a hablar con préstamos del lenguaje de los perseguidos. Lo han hecho en otros momentos cruciales de la historia nacional. La nueva derecha inversionista ha comenzado por invertir el significado de las palabras. ¿Por qué no lo harían ahora?

Ante eso, es necesario recuperar otra idea de política, otro vínculo entre la política y las clases populares, y otra ilación entre hechos y símbolos. Si la nueva derecha reina en una sociedad mediatizada, una política que la confronte debe surgir de la distancia crítica con los procedimientos mediáticos. Si la nueva derecha no temió enarbolar la amenaza del hambre (como consecuencia de su desabastecedor plan de lucha), otra política debe situar al hambre, realidad dramática en la Argentina, como problema de máxima envergadura y desafío a resolver. Es cierto que, visiblemente, hoy no son muchos los que aceptan enarbolar blasones de derecha. Hay que buscarla en todos los lenguajes disponibles, en todos los partidos existentes, en todas las conductas públicas que puedan imaginarse. Los pendones que la conmueven pueden ser frases como éstas: “La nueva nación agraria como reserva moral de la nación”. Es el viejo tema de las nuevas derechas y la identificación, también antigua, de patria y propiedad, de nación y posesión de la tierra. Es el concepto de reserva moral como liturgia última que sanciona tanto el “fin del conflicto” como un tinglado modernizante que no vacila en expropiar los temas del progresismo, pero para desmantelar lugares y memorias. Es una gauchesca de bolsa de cereales como acorde poético junto al horizonte del nuevo empresariado político. Podrán leer a la ida el Martín Fierro y a la vuelta los consejos de Berlusconi.

Los nuevos hombres “laboriosos”, persignados fisiócratas, se indignan porque hay Estado y hay vida colectiva que se resiste a vulnerar la vieja atadura entre las palabras y las cosas. Pero esto ocurre porque la materia ideológica, con sus venerables arabescos y citas célebres, ha quedado deshilvanada, reutilizada en rápidos collages de las nuevas estancias conservadoras del lenguaje. ¿Cómo descubrirlas? Su localización es la ausencia de nervadura social, pues se trata de desplegar para la Argentina futura una nueva cultura social con un único territorio, el de las rentas extraordinarias que desea percibir una nueva clase, interpretando estrechamente las graves necesidades alimentarias del mundo. Parecen campesinos, parecen chacareros, parecen pequeños propietarios, parecen hombres de campo protagonizando una gesta. Pero no son ilusiones estas nuevas creaciones políticas de indesmentible base social nueva. Sin los tractores embanderados, brusca señalización del paisaje que atrae por la carencia de todo matiz, de todo signo mediador. La nueva clase teatraliza una rebelión campesina, pero traza un nuevo destino conservador para la Argentina. Marcha con vocablos fuera de su eje, en una combinación entremezclada que pone en escena la fusión entre formas morales de revancha y captura jocosa de los símbolos del progresismo social.

Asistimos a un remate general de conceptos. Nociones tan complejas como la de “patria agraria”, “Argentina profunda”, “nuevo federalismo”, han resurgido de un arcón honorable de vocablos, cuando significaron algo precioso para miles y miles de argentinos para salir hoy a la luz como mendrugo de astucia y oportunismo. Como en los posmodernismos ya transcurridos, vivimos la sensación de que en el reino de los discursos políticos e ideológicos “todo es posible de darse”. Las palabras parecen las mismas, pero se han dislocado bajo una matriz teleteatral y un recetario de cruces de saltimbanqui, legalizados por la escena primordial de cámaras que infunden irrealidad y deserción de la historia en sus recolecciones vertiginosas. Un nuevo estado moral de derecha surge del neoconservadurismo que reordena los valores en juego, luego de que ha tramitado un liberalismo reaccionario y un modernismo que propone conceptos de la sociedad de la información para hacerlos marchar hacia un nuevo consenso disciplinador y desinformante.

Un nuevo sentido común producido por los tejidos tecnoinformativos nutre así el círculo de captura de imágenes y discursos. Se habla como lo hace la llamada “sociedad del conocimiento”, y ésta habla como lo hacen previamente quienes ya fueron tocados por la conquistada neoparla que insiste en estar “fuera de la política”, pero munidos de jergas sustitutivas de la experiencia pública. Hasta el modo de ir a los actos políticos es puesto bajo la grilla admonitoria de un juez del Olimpo que dictamina los momentos de supuesta “falsa conciencia” de miles de conciudadanos que no poseerían la legítima pasión espontánea de los refundadores del nuevo federalismo sin historia, sin Estado, sin instituciones, sin sujeto. El descrédito de lo político comienza por destituir a las masas populares y sus imperfectas maneras, para hacer pasar por buenas sólo las supuestas movilizaciones pastoriles roussonianas, efectivamente multitudinarias, que mal se sostienen bajo las diversas modalidades del tractorazo, más amenazante que bucólico.

Una república agroconservadora despliega entonces sus banderas de “nuevo movimiento social”. Tienen todo el derecho a expresarse, pero el examen democrático del gigantesco operativo que han emprendido debe ser también interpretado. Se trata de sustituir un pueblo que consideran inadecuado con otro vestido con galas de revolución conservadora. Hay suficientes ejemplos en la historia del país y en las memorias constructoras de justicia para decir que no lo lograrán.

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